Como todo buen junior, el arquitecto -- tez bronceada, camisa Moschino, zapatos Ferragamo -- sacó sus enseres de un maletín
Louis Vuitton y desplegó en una Mac, ante los empleados de Dickens Group, las
imágenes renderizadas, impecables pero insulsas: no eran la ilustración del
proyecto Mandela en 3D, sino apenas un esbozo coloreado y convencional; no una
simulación realista de los sueños de innovación de Eloy y Oscar tan largamente
explicado, sino apenas unas estructuras poligonales sin vida y sin la mínima
inspiración. No arte sublime: apenas técnica elemental. Pero el pago de sus
honorarios (por lo menos del anticipo tan elevado), eran propios de un Leonardo
o un Rafael contemporáneo, vestido con Hugo Boss.
La junta parecía irse al garete. Ruben se
entretenía jugando en la mesa con su drone inservible y parecía no prestar
atención; los demás empleados no acertaban a decir palabra y sólo Oscar
adivinaban lo que pensaba Eloy con solo verle la cara: “Ya se sabe que el
talento se mide ahora en razón de la inversión en marketing del supuesto
profesional: si aparece en las revistas de moda tiene por fuerza que ser el
mejor de su gremio. El prestigio personal lo respalda la pose majestuosa ante
las cámaras. Sólo la evanescente fama acredita la calidad. Y no hay más”. Era
más que probable que pronto se desatarían los mil diablos.
Mientras el arquitecto seguía exponiendo con su vocecita de junior irredento frente
al monitor, Oscar sujetó el brazo de Eloy para tranquilizarlo. Era preferible
llevar las cosas a buen término, le susurró a su hermano. Eloy masculló
molesto:
--¿Qué? ¿No tiene uno como cliente al menos el
privilegio de protestar? Pero como los mexicanos somos la raza de la cortesía
sumisa…
--Hay formas, Eloy – le contestó Oscar, viendo de
reojo al arquitecto que acariciaba ostentoso su maletín Louis Vuitton y parecía olfatear la animadversión en contra suya.
--
Pues yo no tengo madera de mecenas, menos de obsequiante dadivoso y mucho menos
de aguantador de júniors.
Oscar lo apartó discretamente del monitor de la
Mac, e invitó a su hermano a ir juntos por un café. Era un simple pretexto para distender las cosas. Rubén se ofreció a servírselos
pero entre ambos le ordenaron que se quedara en la mesa a cuidar su drone.
Frente a la cafetera, alejados de la mesa de
juntas, Oscar insistió en dejar pasar la afrenta del arquitecto: “Ya veremos luego cómo subsanar el dispendio que ocasionó el inepto que contratamos;
podemos compensarlo reduciendo costos de materiales de obra, o sacrificando
otros rubros”.
Eloy lo interrumpió con un gesto teatral, como
para que lo escucharan los presentes, especialmente ese junior de mierda a quien comenzaba a odiar profundamente:
-- Yo no puedo soportar ese método cobarde que
finge la mayoría de la gente. Nada aborrezco más que a los donadores de frívolos
abrazos, esos que tratan de igual modo al hombre honrado y al fatuo. Debería
castigarse sin piedad ese comercio vergonzoso de apariencias amistosas; que
nuestros sentimientos no se oculten jamás bajo vanos cumplidos”.
Oscar se quedó atónito.
--¿De donde sacas tanta jalada—
Su hermano se tentó a no responderle pero pudo más
su honestidad intelectual.
--De Molière — aclaró --. Lo recita en el acto
primero Alceste, el protagonista de su comedia teatral El Misántropo. La obra se estrenó en París hace 347 años, ¿pero
a poco no la sientes tan actual como si la hubiera escrito ayer?”.
El arquitecto que lo escuchaba a medias, no sabía
si ofenderse o no, pero por no dejar se levantó de la silla, apagó la Mac y se
les acercó.
-- ¿Me dijiste fatuo o algo así?
Oscar seguía mudo, con la cara desencajada.
--No-- le respondió Eloy --. Es que son las doce
del día y a esta hora me gusta recitar a Molière.
El arquitecto lo veía con la mirada típica de
quien no sabe quien carajos es Moliere. Eloy pasó a señalarle que sus renders
eran tan convencionales que parecían copiados de un manual de diseño gráfico
para niños de primaria; que era la cuarta vez que los corregía y que ya no cabía
esperar más de su creatividad en entredicho.
Como impulsado por un resorte, el arquitecto
recogió sus enseres, los guardó en su maletín Louis Vuitton y se marchó de la
reunión a suaves zancadas de sus Ferragamo . Nadie se atrevió a despedirlo.
- Olvidó regresarnos el anticipo de sus
honorarios – remató Eloy regresando a su asiento en la mesa de juntas. Ninguno le
secundó la broma. ¿Había concluido la sesión? ¿Seguirían con otro asunto? Eloy
les dirigió una especie de discurso a manera de disculpa. Temía que lo fueran a catalogar de envidioso, cuando sus críticas no pasaban del plano profesional. ¿O sí había un rescoldito de envidia en su corazón?
--¿Qué pasa con muchos profesionistas como este junior que a la
menor contrariedad desisten, como si estuvieran cloroformizados y no entienden
la competencia privada y la disputa eficiente? ¿Por qué no se esmeran en
seducir al cliente sin pensar sólo en cómo quitarle su dinero? ¿Por qué asumen
los contratos como si fuera el inicio de una dependencia parasitaria? Nos
falta cultura del emprendimiento y de la competitividad.
Oscar le interrumpió su discurso para recordarle
serenamente cuatro cosas: ya no tenían dinero para arrancar el Proyecto Mandela,
ya no tenían arquitecto de confianza, ni siquiera planos para iniciar la obra, y la solución Do It Yourself era una opción muy
remota, al menos hasta que funcionara como ejemplo alentador el drone
de Rubén.
--¿El drone? – preguntó Rubén en plan de reto –
Esto es lo único que nos funciona en esta temporada y a las pruebas me remito.
Eloy le tomó la palabra y les pidió salir a campo
traviesa a comprobar su dicho. Dieron por concluida la junta, se subieron al
Mini Cooper y Rubén, sentado en el asiento de atrás del carro, guardó en su
regazo el aparato aéreo. Enfilaron por la avenida Lázaro Cárdenas a los
terrenos despoblados de Valle Oriente.
--¿Les cuento otra escena de El Misántropo? – preguntó Eloy a Oscar y
Rubén mientras conducía el vehículo por un atajo en Avenida Fundadores -- Un
poeta mediocre le pide al protagonista Alceste qu con franqueza le de su opinión
sobre un soneto amoroso que acaba de escribir. Alceste destroza el escrito sin
suavizar sus críticas. El poeta le responde ofendido: “Ya quisiera verlo yo
componer un poema a su manera sobre el mismo tema”. La réplica de Alceste es
memorable: “Podría por desgracia componer uno igual de malo, pero me guardaría
de mostrárselo a la gente”.
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