jueves, 3 de octubre de 2013

LA MAÑANA DEL FIN DEL MUNDO


Oscar Garza se levantó como de costumbre a las cinco y media de la mañana para darse un baño, vestirse, desayunar ligero, llevar a sus hijos a la escuela y comprar de pasada un cappuccino caliente en el Starbucks antes de conducir a la oficina de tres plantas de Dickens Group en San Pedro donde encontró a Eloy abatido y sumido en el trance de indiferencia cínica, propio de los hombres que lo han perdido todo.

-- Ya lo perdimos todo. No más Mandela.

Eran las siete y media de la mañana y dado que su hermano no acostumbraba madrugar comprendió que no era broma que las cosas marchaban mal. El día anterior lo había acompañado a su banco de confianza, donde guardaban sus ahorros, para abrir la nueva cuenta de Mandela y como de pasada, casi al despedirse de ellos, el ejecutivo bancario – un joven amable pero despistado -- les había informado que sus acciones en bolsa habían caído en picada en los últimos meses hasta evaporar una gran parte de los ahorros de ambos. Por apatía no les había enterado la mala noticia, por dárselas de experto les explicó que en el mercado bursátil a veces se gana y a veces se pierde, y por imprudente les advirtió (por primera vez en varios meses) que había depositado sin consultarles casi todo el capital en una sola inversión de alto riesgo.

Su hermano no se resolvía a sentarse o seguir caminando en redondo y a ratos parecía que suspiraba por el capuccino que Oscar sujetaba con la mano izquierda. Desde afuera se colaban los ladridos del perro de la casa de junto y el pitido de los vehículos que circulaban por la avenida, de ida y vuelta. El peor escenario para cualquier neurótico.  

-- ¿Dices que lo perdimos todo porque amanecimos hoy más pobres que ayer, por la enfermedad de tus bronquios o por otra mala nueva que me vas a decir?

--Elige una de las tres opciones. O las tres, lo mismo da.

No quiso escoger ninguna. Se quedó inmóvil en mitad de las escaleras viendo a su hermano darle la espalda para adelantársele por el pasillo de la segunda planta, adornada con un dejo snob con un busto en bronce de Charles Dickens – las barbas de dos aguas, el cabello ondulado, pupilas maliciosas y la pajarita elegante a la usanza inglesa -- montado sobre una columna tipo dórica de madera pintada de verde. Había sido una temporada pésima para Eloy: un virus extraño casi le destruye las cuerdas vocales hasta dejarlo mudo y hacía apenas una semana le habían cedido las fiebres y la sensación de que la muerte lo acechaba detrás de cada esquina o en cada madrugada cuando arrojaba lejos de la cama el humidificador y la mascarilla por unos ataques violentos de tos, vómito de sangre y pérdida del conocimiento. Ahora habían desaparecido casi todos sus ahorros y lo peor es que el proyecto Mandela se les deshacía entre las manos.

A pesar de la hora temprana el calor volvía asfixiantes las oficinas de Dickens Group; la afanadora aún no llegaba y nadie había puesto en marcha los aires acondicionados. La canícula se empeñaba en exprimir hasta la última gota de sudor a los empleados de la agencia de publicidad y era inútil salvarse de ella refugiándose en algún rincón. Eloy decía que era como trabajar dentro de una caldera.

Por eso Oscar, sentado frente a su escritorio, encendió el minisplit hasta descender con el control de mano la temperatura a 16 grados, se concentró en la Mac y sorbió los últimos tragos del café tibio mientras pensaba cómo sortear las inclemencias de la mala suerte. Leyó los primeros diarios digitales del día y se brincó los pormenores de las principales noticias para hacerse una idea general de cómo se despertaba el mundo. Se concentró en especial en las secciones financieras y en los datos económicos que aparecían en los feed RSS.

En la oficina contigua – una covacha poblada de objetos amorfos, metales fundidos y herramientas -- Rubén Luna arreglaba un drone a pequeña escala, de control remoto y al activar las aspas un sonido eléctrico compitió con el ruido de la calle y se filtró hasta la oficina de Oscar. El drone lucía su estructura de metal y plástico bien cuidada a pesar de algunos raspones y abolladuras pero en general era un juguete en óptimas condiciones… si volara. Pero cada vez que Rubén lo soltaba al aire, se precipitaba al suelo como un abejorro desmayado. Su inventor cayó en la cuenta de que se trataba de un rotundo fracaso. Uno más en su ristra personal de artefactos inútiles.

Oscar miró cómo su hermano se sentaba en uno de los sillones blancos, de respaldo elevado y no quiso decirle nada. Tenían que pagar el anticipo de la cocina industrial, cubrir una serie de compromisos financieros que habían contraído con unos proveedores cubanos y negociar la entrega que les hizo el arquitecto de los planos de Mandela, mal hechos pero bien cobrados. Había que ir por partes.  

-- Lo de la inversión bursátil no tiene remedio rápido – opinó Oscar por fin – pero tenemos que asesorarnos de un experto. Lo de tus males físicos déjaselo al tiempo, pero los pendientes de pago esos sí estamos obligados a cubrirlos.

-- Tienes razón; la salud va y viene, lo importante es el dinero: ¿Pedimos un préstamo?

--Ya somos menos sujetos de crédito que ayer. Pero podemos hipotecar esta oficina.

--Puede ser. ¿Y un crédito con qué monto? Por lo pronto lo suficiente para comprarme un café como el tuyo.

Rubén entró con el cadáver de su abejorro eléctrico entre las manos. A pesar del motor estridente de su dron inservible, había escuchado la conversación de los dos hermanos. No sabía que decir. Leyendo en el rostro de sus jefes intentó recapitular en dos palabras las circunstancias, a las que no quería ser ajeno:

--Estamos fritos.

--¡No! – respondió Eloy como si una revelación mística le iluminara el rostro, muy al estilo de las imágenes de los escapularios, aunque sin la santidad correspondiente. Tomó el vaso del café de Oscar para humedecer su garganta sólo para comprobar que estaba vacío.-- Si no nos alcanza el dinero, hagamos el Mandela con nuestras propias manos. 

En ese momento, como siguiendo el mensaje celestial, el motor del drone pareció encenderse solo (no era un milagro, simplemente Rubén lo había activado sin darse cuenta) y las aspas revivieron como un abaniquito que arrojara a duras penas un viento tenue. Eloy seguía absorto en su inspiración, resollando, buscando un cesto de basura dónde echar el vaso de café.

Rubén y Oscar lo miraron sin entender y fue así como nació la idea de recurrir como tabla de salvación o de último recurso (como se quiera ver) al movimiento global Do It Yourself (Hágalo usted mismo), una especie de cofradía invisible compuesta en colaboración por inventores, creativos y emprendedores de diversas generaciones y nacionalidades, que definió buena parte de los futuros años de los hermanos Garza y con el que se formó desde sus orígenes lo que ahora es Mandela Makers.

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